Mi mamá supo mucho antes que yo misma cuánto me gustaba leer. Claro que ella había logrado revelar -La Maga- qué pasaba cuando tomabas un libro.
Le gustaba mucho contarnos cuentos. Sentaba a todos sus hijos –que son seis- a su alrededor y sacaba alguna lectura. Yo soñaba que fuera “el libro negro”, una antología viejísima que ella atesoraba y a la que solo podíamos acceder si era a su lado. El libro negro (oficialmente no sé qué ejemplar era) se volvió así un puente entre mi mamá y yo.
También contaba historias que, en la edad en la que son reveladas todas las verdades que hasta el momento creíamos como dogmas, descubrí que eran inventadas. Mi favorita era la de un hombre que iba a un restaurante, pedía empanadas y le traían una vacía, rellena únicamente con un carozo de aceituna. Mis hermanas más grandes y yo nos estallábamos de risa con ese cuento, en todas sus versiones.
Mi ejemplar de “Quiero tener un perro” guarda entre sus páginas la voz de mi mamá. Su entonación, su forma de decir el nombre del protagonista y hasta actuarlo un poco. Cuando pude leer sola, mi mamá me regalaba libros. No muchos, no teníamos tanta plata, pero los releí tantas veces que los transformé en miles. No sé si le habrá dolido cortar el segundo cordón umbilical y verme autónoma en la lectura, sería por eso que de cuando en cuando volvía a armar ronda de hijos y leía artículos de revistas…
Hace unos años, distanciadas por pedido mío (necesitaba ordenar los cajones de mi historia), me di cuenta de que por más cosas que podía reprocharle (a los gritos, entre lágrimas) ella había hecho un descubrimiento que me había cambiado la vida: saber mucho antes que yo misma cuánto me gustaba leer. Le mandé un mensaje. Me respondió llorando. En el “Pan y queso” de nuestra relación, las dos estábamos dando un paso al frente, en el camino del acercamiento.
Entre las dos, los libros.