Un libro tan inexplicable como conmovedor llega a las manos de Dylan. Las páginas desbordan golpes bajos y el humor del Chavo del Ocho se opaca con pena y nostalgia.
Confieso con vergüenza retroactiva que El Chavo del Ocho no me hacía reír cuando era niño. Lo miraba porque no tenía otra cosa que ver, porque ya me había acostumbrado a él o porque mi padre lo disfrutaba de un modo que yo no llegaba a comprender. No estoy diciendo que no me gustara, sino que simplemente no encontraba la gracia en su sucesión interminable de golpes, llantos y frases repetidas una y mil veces.
Siempre fui un hombre de hábitos firmes, incluso antes de cumplir los 10 años. En aquella época solía despertar alrededor de las 6 de la mañana para poder ser el primero en leer el diario que dejaban puntualmente en la puerta de mi hogar. No me gustaba cuando alguien lo hacía antes que yo porque las secciones terminaban desordenadas y las páginas dobladas o rotas, lo que me llenaba de un incómodo mal humor tempranero. Ya informado con todas esas noticias que no me importaban en lo absoluto procedía a despertar a mi padre cediéndole el diario y poniendo El Chavo en The Big Channel, aquel legendario canal infantil de cable que ya no existe, en lo que era la primera de sus muchas repeticiones del día.
El Chavo fue una constante durante años. A veces lo miraba con atención, otras simplemente lo dejaba de fondo mientras estudiaba o hacía algo teóricamente más productivo. Cuando mis padres se divorciaron seguí viéndolo solo porque ya lo dije: las rutinas estaban para ser respetadas, o al menos eso creía entonces. Con el correr del tiempo El Chavo fue reemplazado por Los Simpson, convirtiéndose en un recuerdo encajonado en la zona de la nostalgia, ahí cerquita de He-Man y de los Thundercats.
En el año 2008 Roberto Gómez Bolaños -el creador de los inmortales habitantes de la Vecindad del Chavo y un artista tan completo que su seudónimo, Chespirito, proviene de quienes lo consideraban un “pequeño Shakespeare”- publicó un libro narrado por su personaje más popular e ilustrado por él mismo y, por supuesto, me invadió la curiosidad. El giro del destino es que me enteré de su existencia a través de ese mismo diario que se había vuelto parte fundamental de mis mañanas infantiles y que seguía siéndolo en mi vida adulta. En aquella época consumía literatura de forma compulsiva, por lo que un pequeño recreo con una lectura que presumía ligera sería más que bienvenida. A las pocas páginas entendí mi error. No había nada de infantil en aquel texto, cuyas primeras páginas ahondaban en muertes, drogas y abandonos varios. La mirada inocente del narrador dotaba de más crudeza el relato: era el mismo Chavo de siempre pero sin los entendibles atenuantes que la televisión había puesto en él y en su contexto. Para muestra, el siguiente párrafo:
“Ayer sucedió lo mismo que la otra vez: que Jaimito el Cartero no salió de su casa para nada. Yo me di cuenta porque había estado esperando a que él bajara para que viera que ya puedo brincar desde el quinto escalón de la escalera. Pero nada que bajaba. Entonces subí para ver si le pasaba algo. Y lo que le pasaba era que ya estaba muerto. Tenía los ojitos cerrados, como si nomás estuviera dormido. Y hasta parecía como si estuviera soñando algo bonito, pues tenía cara de estar contento. Pero no puede ser, porque ni modo que le diera gusto morirse. O quién sabe, porque Jaimito el Cartero siempre decía que prefería evitar la fatiga. O sea que ya evitó la fatiga para siempre”.
El libro era breve; lo leí en un bar en una sola tarde. Recuerdo doblar la tapa de forma estratégica para que nadie viese lo que estaba leyendo. Tenía veintipocos años y me importaba lo que el mundo podía llegar a pensar de mí. Hoy escribo estas líneas desde otro bar después de haber releído algunas páginas. Su tapa está al lado de mi computadora, boca arriba, esperando que algún curioso la vea y quizás me devuelva una sonrisa cómplice.
Muchas cosas han cambiado a lo largo de mis casi 40 años. Intento surfear el cliché de la crisis con la mejor actitud posible; lo bueno es que ya no me queda pelo como para teñirlo de algún color excéntrico. Nietzsche sugirió que la madurez consiste en encontrar de adultos la seriedad con la que jugábamos de niños. He aprendido algunas mañas en todo este tiempo: hoy sí me río cuando veo El Chavo del Ocho, especialmente con aquellos capítulos que transcurren en la escuela. Hoy puedo reconocer a Don Ramón Valdés como uno de los mejores actores de la historia. Y si algún inocente pregunta en voz alta ‘quién es’, hoy respondo, en complicidad con mi padre, con Gómez Bolaños y con aquel niño de las rutinas inquebrantables: «otro gato».