Los opuestos se atraen, dicen por ahí. Habrá sido esa la premisa que guió a un flamante (y muy perdido) abogado porteño a desear ser Jack Kerouac.
Supe que no quería ser abogado unos meses antes de recibirme. Había elegido la carrera sin pensarlo demasiado, creyendo ingenuamente que el éxito adulto se vestía de traje, usaba maletines y caminaba a paso veloz por el microcentro hablando por uno de esos primeros teléfonos celulares en forma de ladrillo. Un profesor con el que aún mantengo cierto contacto me recomendó con sensatez que terminara la carrera y después estudiase lo que realmente quisiera. Y le hice caso, en parte.
Me gradué con un promedio apenas superior al 6. Muy bajo para aspirar a becas internacionales, muy alto considerando el escaso tiempo dedicado al estudio. Con toda mi libertad a cuestas decidí que había llegado el momento de ensanchar mi alma con algo que verdaderamente me llenase y por eso me inscribí en… Recursos Humanos. Guarde el lector todas sus burlas; tenía 22 años y la inocencia furiosa de quien se cree dueño de su destino sin serlo.
Esta vez me llevó menos tiempo darme cuenta del error. Durante aquellos primeros cuatrimestres alternaba la lectura de apuntes absurdos sobre empresas y psicología con los autores que, por descubrimiento propio o recomendación ajena, se cruzaban en mi Camino. Y fue justamente así que conocí a Jack Kerouac, cuya vida y sus aventuras se veían muchísimo más atractivas que las mías.

En el camino sigue las peripecias del autor y sus amigos a lo largo y a lo ancho de las rutas norteamericanas, donde la figura magnética de Dean Moriarty (alter ego de Neal Cassidy) introduce al grupo a las drogas psicodélicas y a su particular forma de vivir en libertad, priorizando el deseo por sobre cualquier convención social. A esta altura resultará una obviedad que mi rutinaria existencia se vio sacudida por completo por aquel planteo tan diferente a lo que yo entendía como vida. En la superficie era un vulgar estudiante que se preparaba para rendir el segundo parcial de Administración, pero íntimamente me había convertido en un beatnik que, en paralelo, descubría también a Bob Dylan, a The Grateful Dead, a Moris.
Según cuenta la leyenda, el libro fue escrito en apenas tres semanas, consagrando a Kerouac como la cara visible de la prosa espontánea, género que se ligaría por su frescura y desenfreno al Be Bop de Charlie Parker (El Perseguidor de Julio Cortázar). La historia nos invita a recorrer Nueva York, San Francisco, Chicago, Denver e incluso la ciudad de México, mientras los personajes viven su eterno presente, concepto que hoy podríamos tildar de utópico. Quizás no hayamos evolucionado tanto como creemos en estas últimas décadas.
Mi memoria es a veces traicionera; no podría precisar con exactitud la mayoría de los sucesos que viven los protagonistas del libro, pero sí, en cambio, recuerdo mis sensaciones al leerlos. Destaco por un lado esa primera aproximación a la libertad que tanto contrastaba con mi realidad, el hecho de dar lugar a lo impredecible por sobre lo cotidiano. Deseaba despertar siendo Kerouac en su carretera, aún sabiendo que eso era virtualmente imposible. Lo que sí logré -y lo digo con orgullo retroactivo- fue abandonar Recursos Humanos antes de que fuera demasiado tarde.