Por qué leer libros de comunicación de la ciencia | Ilustración por Federico Raiman

Por qué leer libros de comunicación de la ciencia

Investigar, aprender, saber. ¿Qué estamos buscando cuando abrimos un ejemplar de «libro científico»? ¿Es conseguir un conocimiento? ¿Agotar una duda? En esta nota de opinión de la periodista, editora y comunicadora científica Julieta Elffman comparte su experiencia personal con la bibliografía de este estilo y nos propone reflexionar sobre su utilidad. En esta nota viajaremos por el espacio para conocer de cerca nada más y nada menos que una constelación de preguntas en constante movimiento.


La escritura es quizás el mayor de los inventos humanos: une personas de épocas distantes que nunca se conocieron entre sí. Los libros rompen las ataduras del tiempo, y demuestran que la humanidad puede hacer cosas mágicas.

Cosmos, Carl Sagan

Por Julieta Elffman*

«En este preciso momento, su cerebro está realizando una proeza asombrosa: está leyendo. Sus ojos analizan la página en pequeños movimientos espasmódicos. Cuatro o cinco veces por segundo, su mirada se detiene el tiempo suficiente para reconocer una o dos palabras. Por supuesto, usted no se percata de cómo esta información va ingresando entrecortadamente. Solo los sonidos y los significados de las palabras llegan a su mente». 

Así comienza El cerebro lector, un libro en el que el neurocientífico Stanislas Dehaene analiza lo que denomina paradoja de la lectura y busca una respuesta a una pregunta nada sencilla: ¿por qué nuestro cerebro de primates puede leer? ¿Por qué tiene una inclinación a la lectura, aun cuando esta actividad cultural fue inventada sólo hace unos pocos miles de años? 

«Nuestro cerebro está construido sobre el mapa genético que les permitió sobrevivir a nuestros ancestros cazadores y recolectores. Disfrutamos de leer a Nabokov y a Shakespeare utilizando un cerebro de primates adaptado a la vida en la sabana africana. Nada de nuestra evolución podría habernos preparado para absorber el lenguaje a través de la visión. Sin embargo, las neuroimágenes muestran que el cerebro adulto contiene circuitos fijos finamente preparados para la lectura».


Un milagro cotidiano

Leer es un pequeño milagro cotidiano que ejecutamos permanentemente sin siquiera registrarlo. Naturalizamos la lectura sin reparar en la maravilla que encierra esa capacidad de transformar trazos en imágenes e ideas. Nuestros ojos distinguen sobre un papel o una pantalla líneas contrastadas que forman patrones medianamente reconocibles y que se combinan en configuraciones predeterminadas pero al mismo tiempo inestables, cambiantes, en permanente movimiento. Somos capaces de reconocerlos aún cuando sean muy diferentes entre sí. 

A través de un complicado mecanismo cognitivo, sabemos que a, A y a corresponden a una misma letra, y que además a es muy diferente de o y a de e, aunque se les parezca muchísimo. Sin que seamos conscientes de que lo estamos haciendo, nuestro cerebro identifica y clasifica esos patrones, y a partir de ellos distingue palabras a las que asigna un sentido y una sonoridad. Lo más curioso es que raramente se equivoca. En la lectura el error es la excepción, no la norma: por eso nos llama la atención cuando sucede.

Esas palabras que reconocimos al leerlas forman frases, y luego las frases construyen párrafos que transmiten ideas o sensaciones. A partir de ellas nos emocionamos, construimos pensamientos, reflexionamos, evocamos nuestra propia historia, aprendemos, discutimos y peleamos en Twitter. 


Libros como puentes

La lectura nos atraviesa, nos provoca y nos permite alcanzar, aunque más no sea con la imaginación, algo que está más allá de nuestro presente, de nuestra realidad y de nuestro entorno directo. Leyendo, podemos entablar diálogos con los seres que ya no están y pensar qué dirían los que todavía no llegaron. No se me ocurre nada más sorprendente que eso. Ya lo escribió antes y mejor don Francisco de Quevedo, claro: vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos. Qué imagen fenomenal. Magia pura.

Pero, además, la escritura nos permite almacenar el conocimiento para transmitirlo de una generación a otra, y también cuestionarlo, revisitarlo, discutirlo y transformarlo. Allí donde el conocimiento no se preserva no existe la ciencia, porque el pensamiento científico solo puede tener lugar en ese puente que se tiende entre lo que creíamos y lo que sabremos.  

Según creemos, somos la única especie del planeta que ha inventado una memoria comunal que no está almacenada en nuestros genes ni en nuestros cerebros. El almacén de esta memoria se llama biblioteca. 

La cita, como la que encabeza estas líneas, pertenece a uno de mis libros preferidos de todos los tiempos: Cosmos, de Carl Sagan. Si no lo leyeron, háganse el favor. Les puedo asegurar que no se van a arrepentir. Más allá de lo que pueda parecerles, no es un libro sobre ciencia ni sobre astronomía ni sobre el universo ni sobre ningún tema difícil ni aburrido ni sobre el que haya que saber mucho para poder entender. Cosmos es un libro sobre el amor. Y es uno de los libros más hermosos y poéticos y conmovedores que leí en toda mi vida.  Lo vendí bien o ké.

Hablando del amor y de los libros, vuelve a mi memoria un fragmento de Rayuela: La vida como un comentario de otra cosa que no alcanzamos y que está ahí, al alcance del salto que no damos. Siempre pensé que, cuando escribió eso, Cortázar hablaba de la lectura. Porque leer es viaje, puente, ventana entreabierta, transición entre mundos y planos diferentes pero al mismo tiempo conectados. Leer es siempre pero siempre dar el salto

Cito al tal Julio de memoria, y cuando voy a corroborar las citas en San Google verifico que son exactas, precisas, idénticas. Mi mente –que en tiempos de inteligencias artificiales y dispositivos que la reemplazan con muchísima eficiencia no es capaz de retener durante 5 minutos un código numérico de 4 dígitos– recuerda sin embargo intactas las palabras que leyó hace tres décadas. Si eso no revela algo sobre el poder de la lectura, yo ya no sé qué decirles.


Por qué leer ciencia

¿Por qué leer libros de comunicación científica?, me pregunta Ceci, abriéndome generosamente la puerta para salir a jugar el juego que más me gusta: pensar, repensar, cuestionarme una y otra vez. 

Una respuesta cómoda a la pregunta podría ser, claro, para aprender sobre ciencia. Pero está claro que no es por ahí. En primer lugar, porque podemos aprender ciencia de muchas maneras, y la enorme mayoría de ellas no incluye libros. En segundo lugar, porque la respuesta cómoda suele ser una trampa que obtura otras respuestas posibles. 

Entonces, antes que nada, tenemos que pensar qué es (y qué no es) un libro de comunicación de la ciencia. Y, después, ir a la pregunta que nos convoca: ¿por qué leerlos?

Tengo una mala noticia para darles: no lo sé. No sé ni lo uno ni lo otro. Lo primero, porque definir qué es y qué no es un libro de la comunicación de la ciencia es un trabajo descomunal del que no voy a evadirme, pero que estoy abordando en otro ámbito mucho más formal y aburrido (a.k.a. academia). Cuando tenga alguna conclusión relevante vuelvo y se las cuento, lo prometo. 

Lo segundo, porque realmente no creo que leer sea algo intrínsecamente necesario o deseable. Yo, que fui (y todavía soy) lectora compulsiva, no sé si hay un motivo por el cual puedo recomendar leer. Y mucho menos podría decirles por qué leer libros de comunicación de la ciencia. Yo los leo porque me gustan, porque me ayudan a pensar de otra manera, porque me muestran todo lo que todavía no sé y todo lo que puedo aprender. 

Lo único que puedo decirles es que, si no hubiera leído todo lo que leí, jamás podría haber escrito todo lo que escribí. Si valió la pena, eso ya no puedo juzgarlo: lo dejo en sus manos.


*Julieta Elffman

Es periodista, editora y comunicadora científica. Dirige TantaAgua Editorial y es cofundadora de Científicas de Acá.

En 2023, Julieta fue una de las organizadoras de la Primera feria de Libros científicos, promovida por el Programa de Apoyo a Ferias del Libro de la Dirección Nacional de Promoción de Proyectos Culturales del Ministerio de Cultura de la Nación y se hace en el marco del programa Leé Ciencia. Leé Futuro del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación.

La ilustración que encabeza esta nota fue realizada por Federico Raiman. Artista plástico, ilustrador, pintor, dibujante de Storyboards y autor de los libros Mafiami y Solo. Seguilo en Instagram.

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