Mientras preparaba el sitio web y dedicaba mis horas a organizar las clases del taller Literatura y Tecnología (Centro Cultural de España en Argentina, CCEBA, 2020) el servicio de streaming Netflix publicó el documental El dilema de las redes sociales (The social dilemma, dirigido por Jeff Orlowski) en el que ex cabezas de Google, Facebook, Twitter, Pinterest y de cuanta aplicación social se ha creado en los últimos 15 años relatan el trasfondo cruel y consciente de las redes.
No es que hasta entonces yo no lo supiera, no es la primera ni será la última vez que se toque este tema. Pero lo que me afectó al verlo fue el pensarme como engranaje de esos circuitos y a la vez una máquina de fundición con la que se moldearán más engranajes que encajarán perfectamente en las estructuras de redes sociales diseñadas en Silicon Valley.
Me asusté. Tuve que salir a caminar y tomar mucho aire.
¿Qué estoy haciendo? ¿Cuánto de lo que transmito en mis clases no hace más que potenciar el tráfico de información manejado por los “gigantes de internet”? ¿Cuánto de lo que propongo puede dejar a alguien atrapado en los trucos edulcorados con dopamina que planean las empresas tecnológicas?
Estas preguntas no tienen las mismas respuestas cada vez que me las planteo. Por un lado sé que brindo información para que la gente se apodere de los espacios virtuales sin miedo y con seguridad. Por otro lado, creo que debo seguir reforzando que las redes sociales deben ser vistas como puentes entre generaciones, como espacios funcionales para promover cambios desde adentro. De eso se trata mi cuenta de Instagram, eso intento con mis videos en YouTube.
El mundo no va a dejar de avanzar por el camino tecnológico. Aprendamos, entonces, cuáles son sus opciones para que nuestra presencia virtual logre abrir caminos hacia otras costumbres.