La práctica de la lectura en voz alta es una de las cosas que más me gusta promover. Les cuento el porqué.
El amor es una voz que lee. Es el esfuerzo de ponerle sonido a las palabras. Hacerlo chiquito, como en un susurro, para el que está al lado, expectante.
El amor es ser generoso y pasar de mano el libro aunque uno quiera ser el relator un ratito más. Es el ímpetu para interpretar el texto, la honestidad de levantar la vista y reconocer en un «no entendí» que me interesa tu punto de vista.
El amor es conectar en la misma frecuencia, dedicarle la atención a la historia y al que lee; no una atención fingida, sino la real, la que va a permitirnos decodificar lo escuchado. Una voz amada, un oído que ama: la fórmula perfecta.
Javier y yo tenemos la lectura en voz alta como una de nuestras actividades frecuentes. Hay períodos, por supuesto. Las vacaciones suelen ser nuestro momento de lectura favorito, lo esperamos, lo provocamos.
Empezamos esta costumbre hace muchos años con La tregua, de Mario Benedetti, leímos casi todo Pedro Mairal de a dos, metimos fragmentos de Las venas abiertas de América Latina, Ensayo sobre la ceguera, La noche de la usina de Eduardo Sacheri, La Ranita de la bicicleta (el de la foto, que llevamos a Salta y Jujuy), capítulos de libros gordos. También nos equivocamos y fuimos por libros que terminamos dejando porque no se prestaban para el ejercicio.
Con este texto honro -una vez más- el acto íntimo de la lectura en voz alta. Crear la atmósfera y darse amor en el gesto de entrega. Te leo, te escucho. Ahora te escucho, ahora me leés. ¿Por qué repetimos que la lectura es un acto solitario si no hay nada más hermoso que compartirla?