Sin pruebas (aunque sin dudas) Roberto Arlt debe haber sido de las personas que más caminó Buenos Aires. Y en la vida de Dylan también fue quien -sin dudas, con pruebas- construyó un puente.
Caminar la distancia que separa Caballito de Flores me hace pensar en Roberto Arlt. Tomar la línea A del subte en hora pico me hace pensar en Roberto Arlt. La marginalidad del microcentro, la falsedad inapelable de los hombres de traje, el refugio redentor de los viejos cafetines, todo eso también me hace pensar en Roberto Arlt. Buenos Aires le debe mucho a uno de los escritores que con más cariño y crudeza la han retratado. Y si bien la ciudad ha cambiado mucho en su superficie a lo largo del último siglo, su esencia sigue siendo la misma.
Cuando comencé a leer con cierta regularidad mi padre solía despotricar contra mis preferencias cada vez que me veía con un libro en las manos. Para él la narrativa era, casi sin excepción, una pérdida de tiempo. Por qué alguien querría leer a Cortázar, se preguntaba y me preguntaba, pudiendo leer a Séneca, a Confucio, a Lao Tsé. Mi respuesta, parafraseando (sin saberlo) a Borges, siempre era la misma: el placer no necesita explicación.
¿Por qué él escuchaba entonces a Piazzolla, meditaba a las 6 de la mañana, disfrutaba un café en algunos de sus bares preferidos, que por lo general eran los más sucios, descuidados y mal atendidos? La vida es demasiado corta como para no dedicarle el mayor tiempo posible al ocio, como sugería Mario Levrero, el polifacético autor uruguayo sobre el cual me explayaré en otra columna.
Nuestras discusiones literarias encontraban pocos puntos en común: Herman Hesse, algunos párrafos del omnipresente Borges, un puñado de microrrelatos orientales. Ya me había resignado a la repetición perpetua de argumentaciones vanas, similares a las de quienes debaten una y mil veces qué equipo de fútbol es más grande sin llegar jamás a una conclusión.
El quiebre se produjo la tarde de un enero particularmente aburrido, cuando me cedió un libro de páginas ennegrecidas por el polvo. Se trataba de las Aguafuertes Porteñas, escritas por un hombre de apellido inusual. De más está decir, no admití desconocer el significado de aguafuerte, pero a cambio le prometí que lo leería.
El flechazo fue instantáneo. Me enamoré rabiosamente de esa prosa bruta, sin maquillaje, capaz de la ironía más sutil pero también del improperio más burdo. Por supuesto, el amor por Arlt se trasladó a esa Buenos Aires de antaño, cuyos hábitos, rituales y habitantes se mostraban sospechosamente vigentes. Se sabe que “siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos”.
Aquella primera compilación de Aguafuertes Porteñas me llevó a buscar los libros posteriores y también sus crónicas españolas y cariocas. Luego vinieron las novelas, sobre las cuales me explayaré en otro texto, y finalmente el teatro y los cuentos. Recuerdo con cariño y vergüenza en iguales proporciones mi intento de protagonizar una versión sumamente amateur de Prueba de Amor. La obra de Arlt es vastísima pese a lo breve de su vida. No podría precisar cuánto de mi fascinación por el género de las aguafuertes se lo debo a mi padre, pero sí sé que una parte del vínculo tardío que construí con él se la debo a Roberto Arlt. Y eso, amigo lector, trasciende las preferencias literarias.