El misterioso paso de los libros por nuestras vidas parece guionado una vez que lo analizamos con la lectura a cuestas. Pero la sorpresa no se quita. Esta es la historia de cómo nuestro cronista se dio de bruces con el ejemplar de Sasturain que más buscaba cuando ya se había resignado.
Podría apelar a la brevedad más burda y limitar este texto a una frase concisa, insulsa y poco literaria: leí Manual de perdedores porque su autor lo mencionó un domingo a la medianoche en Ver Para Leer, el programa que condujo varios años atrás. Descubrí a Sasturain, entonces, gracias al propio Sasturain. Sin embargo, como suele suceder casi siempre, hay una historia muchísimo más rica si nos aventuramos bajo la superficie.
Lo primero que me atrajo de Manual de perdedores fue su título, sentí que algo me unía a él. El lector más perspicaz podrá suponer con cierta saña que tal vez quería leerlo porque íntimamente me consideraba a mí mismo un perdedor y siempre, incluso ante un adjetivo tan poco halagador, resulta bienvenida un poco de orientación. No sabía nada sobre el libro y por eso quería leerlo; sólo sabía que Sasturain parecía ser ese abuelo de apariencia papanoelesca que todos anhelamos tener y, para mí, era aquel un motivo más que suficiente para desear conocer su obra.
El mundo pareció conspirar en mi contra cuando descubrí que ninguna de mis librerías de confianza disponía de Manual de perdedores en stock, al parecer estaba descatalogado. Supuse que podría encontrarlo en el siempre confiable Parque Rivadavia, pero el resultado fue igualmente decepcionante. Después de sendas desilusiones desistí en mi búsqueda, probablemente entregándome a otras lecturas y sepultando a los Perdedores bajo la alfombra de mi subconsciente.
Unos meses más tarde murió mi madre. Y unos días después de aquella primera orfandad escapé a Mar del Plata, anhelando un merecido paréntesis luego de haber vivido innumerables idas y vueltas en el incómodo mundo de los hospitales. Al no sentir especial interés por las playas, mis actividades principales fueron caminar y comer los sándwiches de milanesa que vendía la rotisería ubicada a pocos pasos del departamento que me habían prestado. Una de esas caminatas me llevó a la clásica librería Fray Mocho donde, sin buscarlo, el libro de Sasturain me saludó desde un lugar destacado del estante correspondiente a la literatura argentina. Esa misma tarde Manual de perdedores y yo merendamos en uno de esos bares turbios que rodean al Casino Central de la ciudad costera por antonomasia. Y allí finalmente conocí al detective Etchenique.
Así como hay personas que nos caen bien desde el instante en que las conocemos, también hay libros que nos conquistan a primera vista. Y es que el prólogo estaba acompañado por una tira alusiva de Peanuts, la inmortal obra de Charles Schulz que supe amar en mi infancia y aún más en mi adultez. En ella, de forma alusiva, Snoopy comenzaba a escribir una novela. Mis pálpitos precoces no se habían equivocado: Manual de perdedores había sido escrito especialmente para mí.
Siento debilidad por los personajes entrados en años. Quizás se trate de una empatía prematura, tal vez sólo sea condescendencia. El punto es que me pareció un gran detalle que el protagonista del libro de Sasturain fuera un hombre mayor y su fiel asistente, un mozo. La historia se mueve dentro de los límites del policial negro, jugando con varios de los estereotipos del género y sumando en el proceso altísimas dosis de porteñidad, uno de los tantos sinónimos de la nostalgia.
La obra fue originalmente publicada en el diario La Voz, a modo de folletín, por lo que está estructurada en capítulos breves, característica que -como es sabido- duplica el encanto de lo bueno. Finalicé la lectura de Manual de perdedores en un puñado de días, los suficientes como para no necesitar otro libro durante mi estadía en Mar del Plata. Regresé a Buenos Aires con el espíritu renovado, con los hombros inoportunamente quemados y también con una misión: conseguir todas las obras protagonizadas por mi nuevo detective favorito.