Un Dylan adolescente juega al ajedrez en el mismo café que, muchos años más tarde, descubrirá verdades escritas en la pluma de otro parroquiano: el mismísimo Strafacce.
Se ha dicho innumerables veces que el hogar, el verdadero hogar, es aquel espacio en el que vive nuestro corazón. Si esta romántica definición resultara cierta entonces es claro que desde hace alrededor de dos décadas no vivo en Caballito sino en la porteñísima esquina de Scalabrini Ortiz y Paraguay. Varela Varelita es el bar que elegí para dejar que el tiempo pasara, el lugar que junto a un amigo descubrimos de forma casi mágica y que, desde entonces, se ha convertido en nuestro centro de operaciones para disfrutar un café, para intercambiar una y otra vez las mismas historias, para perpetuar nuestra reñida rivalidad ajedrecística.
La bienvenida fue tímida; nos sentamos junto a una ventana casi como pidiendo permiso. Javier, el mítico mozo del Varela, nos recibió con una sonrisa. Tomamos el vino de la casa y desplegamos nuestros respectivos ejércitos de blancas y negras para excusar los silencios de dos adolescentes que apenas comenzaban a entender el concepto de amistad. Los parroquianos nos superaban holgadamente en edad y eso generó una natural desconfianza; sentimiento que luego mutó en aceptación y finalmente en simpatía. Con el correr de los meses los habitués comenzaron a saludarnos. Uno de ellos parecía liderar aquella pintoresca mesa central. Su nombre era Ricardo y, según el mozo, era escritor.
Durante años mantuvimos con Strafacce un vínculo cordial que giraba siempre alrededor de las mismas temáticas: el fútbol de Juan Román Riquelme, fallidas historias de amor, los vaivenes cotidianos de la ciudad. Una tarde me crucé con uno de sus libros en la biblioteca improvisada del Varela. Entonces Javier tenía razón. Decidí darle una oportunidad al texto.
La transformación de Rosendo era una oda autorreferencial a mi lugar favorito en el mundo. Había humor, negrísimo humor, y una prosa aguda que en un primer momento me costó relacionar con aquel hombre que siempre sostenía un trago en su mano. Desde entonces me propuse ahondar en su obra y, de lo leído hasta el momento, su novela más reciente califica como mi preferida.
El Galpón se siente como una reinterpretación de Kafka al modo Strafacce: hay sexo explícito, insultos notablemente bien construidos y el mismo sentido del humor que por momentos roza los niveles de absurdo de Mario Levrero, ese otro escritor que, por motivos diferentes, ambos admiramos. De hecho, Ricardo ha seleccionado y prologado una colección de cuentos del autor uruguayo, cuya presentación formal se hizo, por supuesto, en el Varela.
Mucho tiempo transcurrió desde nuestro primer encuentro, pero finalmente podía decir que había leído a Ricardo. Volví a cruzarlo unas semanas atrás y le comenté la situación como al pasar, buscando evitarle esa incomodidad que, imagino, sentirá ante los cumplidos. El mismo pudor me impidió pedirle que firmara mi ejemplar.
Varela Varelita es ahora uno de los lugares más hipsters de la ciudad. El promedio de edad de los asistentes se debe haber reducido a la mitad. Javier atiende a los visitantes con la misma cordialidad de antaño, y lo hace secundado por sus hijos. La presencia de Ricardo no es tan frecuente como antes, tampoco la de aquellos parroquianos estables cuyas caras se han ido perdiendo en el tiempo. Varela -como yo, como todos- ha cambiado. Sin embargo no perdió su magia sino que la transformó, tal como hiciera Rosendo en aquel otro libro.