A veces viajar es encontrar que lo que se buscaba estaba, en verdad, en la casa propia. Y a veces es hallar la clave en la casa ajena. Eso le pasa a Dylan… ¿y a Trías también?
Soy feliz cada vez que voy a Montevideo. Soy feliz desde que piso la terminal de Tres Cruces y recorro la avenida Artigas casi hasta sus orígenes. Soy feliz cuando me detengo en la misma estación de servicio a comprar la misma gaseosa sin azúcar sabor pomelo en envase pequeño. Soy feliz al dejarme sorprender por sus callecitas, su gente, sus atardeceres en la rambla, las sutiles diferencias que la distinguen de Buenos Aires. Cruzo el charco tanto como puedo, tanto como las obligaciones porteñas me lo permiten. Cruzo el charco, quizás, buscando esa felicidad inocente que aquí me resulta tan compleja. Montevideo es, hoy por hoy, mi lugar favorito en el mundo.
El amor por una ciudad ajena no invalida ni disminuye el amor por aquella otra que me vio nacer. Soy orgullosamente dual, orgullosamente geminiano, orgullosamente poliamoroso en lo que a geografías respecta. Buenos Aires tendrá siempre el privilegio de haber sido la primera, la más importante, esa en la que fui descubriendo mis pasiones, anhelos y obsesiones. Y del mismo modo en que aprendí a conjugar con cierta destreza esta doble vida, el azar me llevó a descubrir a una escritora uruguaya que siente por Buenos Aires algo similar a lo que yo siento por Montevideo.
Fernanda Trías fue discípula y amiga de Mario Levrero, el escritor con el que comencé mi metejón literario rioplatense. Gracias a aquella referencia decidí ahondar en su universo y, como todo es circular, aquel universo me trajo de regreso a Buenos Aires, a la esquina de Varela Varelita. La autora narra en primera persona su experiencia en la ciudad, moviéndose con destreza entre el diario íntimo y la crónica. Algunos de sus personajes son los mismos que yo frecuento con regularidad: Ricardo Strafacce y Javier Giménez, por ejemplo. Trías busca dejar atrás parte de su historia para finalmente entender que el pasado nos acompañará sin importarle el lugar en el mapa que circunstancialmente estemos ocupando y lo hace con una prosa honesta, sentimental, triste tal vez, pero jamás autocompasiva.
Gran parte de la lectura, por supuesto, transcurrió en el Varela. Allí me pregunté si nuestros tiempos habrán coincidido alguna vez. Quizás, años atrás, ella estuvo en una mesa contigua mientras yo, sin sospechar siquiera que me terminaría enamorando de sus palabras, estaba distraído en un vaso de vino o en un tablero de ajedrez. Si algo aprendí de mi padre (y de los bares) es que las casualidades no existen: Varela Varelita es un vórtice cuya verdadera trascendencia jamás comprenderé del todo.
Al día de hoy me sigo cuestionando si sería correcto preguntar a los personajes – personas involucrados en los acontecimientos cuánto hay de ficción en los mismos, pero lo cierto es que no quiero que la magia de la narrativa se vea alterada por la banalidad de lo cotidiano. Quién sabe, tal vez en un futuro lejano alguien lea estos párrafos y decida, por ellos, conocer el Varela, absorber su esencia, hablar con sus parroquianos. Si eso sucede y estoy vivo para entonces, el café correrá por mi cuenta