Crudeza. Desesperación. ¿Acaso estas son palabras para hablar de la obra de Bukowski o de sus lectores? Dylan nos invita a la playa para arriesgar una respuesta whisky mediante.
Californication probablemente sea una de las peores series que he visto en mi vida. Desde su lejano primer capítulo supe que no valdría la pena y, sin embargo, miré con soberana puntualidad cada uno de sus 84 episodios. Estaba mal escrita y mal actuada, aunque supongo que la incondicionalidad que siento hacia David Duchovny habrá tenido algo que ver; después de hacerme tan adolescentemente feliz con los Expedientes X puedo perdonarle cualquier cosa. Su personaje en Californication, Hank Moody, es un escritor dueño de todos los vicios habidos y por haber, inspirado en parte por la propia vida de Duchovny pero, mayormente, por Henry Chinaski, alter ego de Charles Bukowski en sus seis novelas.
Mujeres fue el primer libro que leí de Bukowski, no sé por qué lo elegí. Tenía poco más de veinte años, un flamante título de abogado y gran parte de las incertidumbres que me acompañan incluso hasta hoy. El autor trasladó su propia vida a la ficción, novelando lo que podía novelar, y reflexionando sobre sus grandes pasiones, sus vínculos problemáticos, sus adicciones. Desde Cartero hasta Pulp, cada una de las historias retrata una etapa de su devenir y si bien sus circunstancias cambian rotundamente, el cinismo pareció acompañarlo hasta el último día. La figura de Bukowski podría representar el otro lado del sueño americano: su vida estuvo signada por sucesivas decepciones, por ambiciones frustradas, por el alcohol. Su carrera literaria despegó cuando había superado holgadamente los 40 años y, desde entonces, logró convertirse en un escritor de culto primero y en una referencia ineludible para todo tipo de artistas (incluído Duchovny, claro está) después.
En un comienzo me costó empatizar con las traducciones españolas, sobre todo tratándose de un autor que usa y abusa del lenguaje soez. Con el tiempo esto no fue más que un detalle, aunque sí recomendaría a quienes puedan que lo lean en inglés, su idioma original, sobre todo la obra poética. De todas formas, la crudeza y la desesperación que emanan de sus palabras son universales, van mucho más allá del lenguaje.
Leí todas las novelas de Bukowski en un lapso de tres o cuatro meses. Tiempo después haría lo mismo con sus relatos, sus entrevistas y sus diarios. Me entregué voluntariamente a una sobredosis de este autor maldito sin saber cuáles serían las consecuencias. Recuerdo, por ejemplo, una excursión en solitario a Mar del Plata. Lo primero que hice al llegar fue comprar la botella más barata de whisky que hubiese en el supermercado. Para ser franco, debo reconocer que no me gustaba el whisky, pero imagino que quería impregnar el viaje de cierta mística impostada. Mi rutina consistía en una repetición incesante; un Día de la Marmota sin gracia y sin el carisma de Bill Murray. Desayunaba en un bar griego que daba a la playa, a una hora en la que otros muchachos de mi edad apenas se estaban acostando. Recorría un camino meticulosamente elegido que me llevaba por las principales avenidas, la calle peatonal, el shopping y algunas librerías. Regresaba al departamento, comía un sándwich de milanesa acompañado por un vaso de ese whisky que ya empezaba a odiar y leía lo que fuera que tuviera a mi alcance. La tarde estaba dedicada a mi melancolía precoz y a Sacoa, donde liberé a un par de peluches de su injusta prisión. Quería jugar a ser Bukowski pero en el mejor de los escenarios habré llegado a ser un jubilado encerrado en el cuerpo de un veinteañero.
Durante aquellos primeros años de independencia solemos buscar guías a las cuales seguir. Dudo que Bukowski sea un buen modelo de conducta, sin embargo, resulta particularmente irresistible para los jóvenes que, como yo en aquel entonces, comienzan a experimentar los sinsabores del mundo real. Ya no quería ser él; sólo Bukowski podía escribir como Bukowski porque sólo él vivió su vida. Entendí eso cuando regresé a Buenos Aires con el mismo vacío que sentí al partir. Desde entonces nunca he vuelto a tomar whisky.