Una cama de hospital, un adiós inminente y un libro sobre la falda. Con honestidad como manto para la melancolía, Dylan rememora sus días leyendo al portugués Saramago.
Creo que lo más sensato sería reconocer la verdad desde el comienzo: este texto es una trampa. Es como esos titulares que prometen trece formas asombrosas de pelar una zanahoria y aseguran que no podrás creer la número seis. Se trata de una crónica sobre un libro, sí, pero más que nunca es una excusa para recordar un suceso particularmente íntimo. El texto en cuestión podría haber sido El Año de la Muerte de Ricardo Reis o cualquier otro que el azar depositara en mis manos.
Leí la novela de Saramago entre finales del 2008 y comienzos del 2009. La leí recostado sobre el sillón de un hospital al que llamé hogar por casi dos meses. La leí porque no sabía qué otra cosa podía hacer. La leí esperando dos muertes: la del protagonista, prometida en el título, y la de mi madre que, en su sueño de morfina, se debatía entre este mundo y el siguiente.
Soy enemigo natural de la mayoría de los médicos. Detesto la postura soberbia con la que caminan, su forma de mirar como sabiéndose imprescindibles, su letra casi tan inentendible como la mía. A veces es más loable la enfermedad que el remedio, si es que el remedio implica una visita médica. Si algún día me diagnostican una enfermedad terminal procederé primero a recorrer el mundo mientras la energía me acompañe y luego a saltar del edificio más alto que encuentre, porque no estoy dispuesto a pasar mis últimos días en una habitación blanca nutriéndome de sueros y meando en una bolsa. Mi madre tenía un discurso parecido. Fue al médico cuando los dolores en su espalda se habían vuelto insoportables. Tras los estudios de rigor el diagnóstico fue inapelable: cáncer de páncreas en su etapa final con metástasis en prácticamente todos lados. Ese mismo día quedó internada; sus principios quedaron en segundo plano.
Durante las primeras semanas mi rutina consistió en ir y volver del hospital mientras cursaba la carrera de Recursos Humanos y rendía los exámenes de materias que no me interesaban. “Si es humano no es recurso”, solía repetir un profesor que tuve en derecho. En aquella etapa obtuve mis mejores notas, algo sencillo cuando uno realmente estudia. De todos modos siempre defendí (y lo sigo haciendo) la dignidad de aprobar sin saber, esa búsqueda desesperada por enhebrar un discurso locuaz y coherente sin información dura que lo respalde. No lo sabía entonces, pero la decisión de abandonar ese segundo intento universitario ya comenzaba a tomar forma.
Para fines de año la salud de mi madre se había deteriorado aún más: su cuerpo estaba demacrado y su piel, transparente. Los doctores dijeron que ya no volvería a tener ni un instante de consciencia. La única alternativa era esperar el desenlace inevitable, que podía producirse en cualquier momento. Cargué mi mochila con algo de ropa y me instalé de forma casi permanente en una porteña manzana de Parque Patricios. No pude evitar recordar la última conversación que mantuve con ella. Desde su horizontalidad forzada y con el televisor estancado en un canal de cocina me recomendó que jamás me casara. Me pregunto cuánto se habrá arrepentido de sus propias decisiones para llegar a sugerirme algo así. Quizás lamentaba haber conocido a mi padre, quizás hubiese preferido no tener hijos.
Las celebraciones de Navidad y Año Nuevo jamás significaron gran cosa para mí, por lo que no sufrí particularmente esas fechas. Recuerdo, en cambio, un partido veraniego entre Racing e Independiente que pude sintonizar de milagro en una vieja radio portátil. El Rojo, con una formación suplente, goleó 4 a 0 a su clásico rival. Valoré esas dos horas de distracción más de lo que hoy podría valorar un encuentro íntimo con Scarlett Johansson.
Uno se termina acostumbrando a todo, incluso a la inminencia de la muerte. Aún ante las condiciones más adversas el espíritu humano encontrará una manera de sobreponerse, el impulso vital es siempre más fuerte. Sobre la calle Caseros había un bar que preparaba un dignísimo tostado de jamón, queso y tomate; allí me hice amigo del mozo, un hombre muy mayor que mantenía las antiguas costumbres de su noble oficio. Acompañaba mis almuerzos con el libro de Saramago. Ricardo Reis era uno de los tantos heterónimos de Fernando Pessoa, enorme autor portugués que ha llegado a ser comparado con Walt Whitman. Creo que el único recuerdo que guardo de la novela es la descripción pormenorizada de una Lisboa cotidiana y el modo en que el protagonista parecía ajeno a todo lo que lo rodeaba. El límite entre la vida y la muerte se mostraba más difuso a cada página.
Del mismo modo en que jugamos a no pisar los bordes de las baldosas o a disputar carreras imaginarias en las escaleras del subte, mientras leía me quise convencer que Ricardo Reis y mi madre morirían al mismo tiempo: cuando yo concluyese el libro ella acompañaría al poeta en su viaje final. Eso no sucedió. No todos los rituales neuróticos son infalibles. Terminé el libro a comienzos de enero y, una vez finalizado, lo reemplacé por algo tan mundano como el diario que me prestaban en el bar.
El 12 de enero me desperté a las 6:26 enceguecido por el sol precoz que comenzaba a asomarse por la ventana del hospital. Más allá de mis circunstancias particulares se trataba de un lindo día de verano. Apenas tuve tiempo de abrir los ojos y mirar hacia afuera porque a las 6:28 mi madre, con una pequeña demora, decidió acompañar a Ricardo Reis.